El infinito
Un concepto aterrador por su imposibilidad racional en términos espaciales. El lugar más allá del fin, casi un juego que nos legaron los matemáticos del siglo XIX.
Sin embargo hablamos sin temor de la mirada desde el infinito, de un observador en el infinito. La pregunta se inmiscuye sin demasiado remilgo:
¿Porqué el infinito observador nos da infinitas certezas?
Me divierte pensar en estos términos las acciones de inmaculada claridad que se desprenden de estos conceptos.
Que sentido tiene confiar en la mirada de un observador con el que ningún diálogo es posible, tan solo el poder de su mirada ecuménica?
Las formas en las que vivimos por ejemplo, han sido obedientes a estos preceptos, la plomada y la escuadra han dominado la escena arquitectónica que nos cobija desde tiempos inmemorables. Nuestras humanidades particulares se han adaptado a estos espacios ortogonalizados por la gravedad, Monge y sus secuaces.
Sin embargo los objetos al alcance de nuestras manos parecen haberse rebelado a tamaña cuadratura, para languidecer en curvas y contracurvas que provocan sensualidades de infinitas (valga la consonancia) consecuencias.
Nuestros procesos idearios, nuestras maneras de imaginar, nuestras maneras de crear, nuestras maneras de desplegar afectos por lo que hacemos, están muy poco alineados por estas ciertas rigideces matemáticas, por el contrario son tan impredecibles como un sentimiento, ése que por momentos nos nubla la razón, para alegría de los dioses, que quizás se permitan algún que otro juego con nuestro solitario y lejano observador.
Los caminos de la disciplina, de las disciplinas pueden ser transitados con nuestra mirada trascendente, casi diría como un algo indispensable y fundante de nuestra impronta en el mundo. Acá en lo finito, en lo que está al alcance de nuestras manos y quizás, al alcance de nuestros sueños, con una mirada afectuosa al solitario señor que nos mira desde sus certezas, por momentos, tan desoladas.
Abrazo en este domingo, que de tan gris, bien puede ser luminoso, acá y en el infinito
Gustavo Barbosa
fotografía: Oleg Oprisco