domingo, 22 de enero de 2017

la señorita D























La señora D (mantendremos un discreto anonimato) vivía sola en la calle Chenaut, en
una hermosa casa venida a bastante menos, conservando el paisaje intacto de los últimos 60 años ( incluida la tierra acumulada en los últimos 60 años). Entrar era una experiencia inquietante, por la sensación del tiempo detenido, por la oscuridad reinante y por la señorita D.
No tenía diente alguno, una edad indefinida y hablaba sin prisa y sin pausa. Con la extraña dicción que provocaba el aire fluyendo libremente por su desdentada boca.
Cuando digo que hablaba no llego a describir la realidad de la eclosión auditiva. Quizás por su recurrente soledad, la señorita D no producía pausa alguna en sus discursos por lo que era virtualmente imposible generar un diálogo mínimamente equilibrado. Era imposible interrumpirla.

En el zaguán colgaba una lámpara de 25 watts ( de las viejas incandescentes, claro), en la sala colgaba una gran araña de alabastro con otra lámpara de 25 que a duras penas lograba generar una tenue penumbra. La susodicha araña colgaba sobre una gran mesa de comedor con 10 sillas y un ornamentado camino que la cubría, todo sazonado con la tierra antes citada.

Un piano vertical indicaba una educación como Dios manda para una señorita correcta, pero permanecía en un obsecado silencio.

Concurríamos religiosamente una vez por mes, con mi amigo Milo, a pagar el alquiler de una casa donde teníamos nuestro estudio de arquitectura y de diseño, junto con mi novia de entonces, en un todavía original Palermo, sin Hollywood, ni Soho, ni nada.

Era indispensable concurrir de a dos para contrarrestar el monopolio oral de la señorita D, asumiendo el riesgo de no poder controlar nuestras ingobernables risas ante la situación, como cuando Milo se apoyó en demasía sobre el antiguo camino de la mesa y éste se desgarró sin piedad ante nuestro estupor en medio de nuestras ahogadas carcajadas y la impertérrita indiferencia de la señorita que discurría sus inconexas palabras.

Sabrán disculpar esta larga introducción a la que arribé pensando inmerso en mi constante admiración por los viejos objetos y por los viejos espacios.
En nuestras ciudades somos testigos con horror del desprecio que impera sobre nobles edificios que caen bajo la piqueta de la insensible moral inmobiliaria.
Lo que particularmente me enamora es la colisión que se produce entre lo viejo y lo nuevo, entre un viejo espacio y una iluminación que lo cobije, entre la materialidad sobreactuada de un viejo espacio y un mueble de sutil modernidad.

Entre. Tan sólo entre. 
Esa es una misión del proyecto, cohesionar el tiempo, desde los que nos preceden hasta los por venir, de mano en mano.

Abrazo
Gustavo Barbosa

ilustración: Akif Kaynar

9 comentarios:

  1. La casa de la calle Florida, lacerada por la demolición, busca en el recuerdo su resplandor perdido y nos cuenta su historia, entretejida con la de aquellos que la han habitado y con las voces de los objetos que la pueblan.

    Testigos de amores furtivos y traiciones, sus cimientos se estremecen al revivir el fratricidio consumado en el balcón una lejana noche de carnaval, o al recordar las pasiones clandestinas duplicadas en los espejos.

    Y así, abandonada por sus moradores ilustres, su cuerpo derruido acoge, en un último intento por retener la antigua nobleza, a los espectros del Caballero gris y de Tristán, el arlequín adolescente que se va desvaneciendo junto a ella.

    Manuel Mujica Láinez

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  2. será por eso que nos gusta salvar casos perdidos (de todo tipo) espacios raros para reciclar, muebles raros para resignificar o gente rara para admirar, jaja,

    para hacer estas tareas hay que ser desprejuiciado pero con cierto respeto
    para los que somos un poco desobedientes, el trámite sale bien
    (y usted barbosa lo es bastante)

    un beso grande
    (anita, la primer petit...)

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  3. Viejos son los trapos.no hay trapos nuevos?

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    1. hay, pero no se usan hasta que se hacen viejos, entonces todos los trapos son y serán viejos, se entendió?

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